Una nota spinozista sobre Summerhill y la educación libertaria

“La falta de miedo es la cosa más hermosa que puede ocurrirle a un niño»

Alexander S. Neill

 

En el inicio del Tratado de la Reforma del Entendimiento, Spinoza hace su única referencia explícita a la educación; el contexto de la afirmación es que, a fin de lograr la felicidad humana, es preciso comprender la Naturaleza cuanto sea necesario para lograrla, a lo que le seguiría la formación de una sociedad de tal modo que una mayor cantidad posible de seres humanos pudiese gozar de ello: “Por consiguiente debemos consagrarnos a la filosofía moral, así como a la educación de los niños” (Spinoza, 2008, p. 21). De esta forma, la educación, en este programa filosófico, es un medio en el que puede desarrollarse una sociedad de seres felices. El tema de la educación desaparece en el tratamiento filosófico del holandés, pero no así el concepto de filosofía moral o, si se prefiere, de ética. Sólo en el Tratado Político se hará otra referencia apresurada sobre este tema que vale la pena citar:

Las universidades fundadas con fondos del estado se instituyen no tanto para cultivar el espíritu como para apremiarlo. En cambio, en una república libre, la mejor manera de desarrollar las ciencias y las artes es la de dar licencia a cada uno para que enseñe a sus expensas y con riesgo de su propia reputación (Spinoza, 2004, VIII, § 49, p. 112).

 

De este modo, este pasaje se refiere claramente a la libertad de pensamiento y, por ende, remite temáticamente al problema desarrollado ampliamente en el Tratado Político y, sobre todo, en el Tratado Teológico-Político, el de la relación entre libertad y obediencia. Así, pues, hay una serie de temas interconectados que nos van a ayudar a problematizar el desenvolvimiento del gran experimento educativo que fue Summerhill, particularmente porque ésta fue una escuela muy atípica, que no operaba con los fondos estatales y que apela en cierto sentido al ideal de independencia educativa que Spinoza evoca.

Summerhill fue una escuela que funcionó como una especie de internado acorde a las ideas educativas de Alexander Sutherland Neill, un pedagogo de origen escocés que, después de algunos intentos fallidos en Alemania y Austria, logra fundar una institución educativa que operaba bajo el principio de autogobierno en Leyston, Suffolk, en Inglaterra (Puig Rovira, p. 158). De entre sus influencias educativas, sin duda que fue Homer Lane el que mayor huella dejó en su pensamiento, pues éste dirigía la Little Commonwealth, una institución para jóvenes delincuentes cuyo principio fundamental era precisamente de que el autogobierno sustituiría al castigo, el odio y la fuerza en la que éstos habían sido educados (Muñoz-Repiso, p. 413). La tesis detrás de esta concepción es que son estos sentimientos los que, al incubarse en el trato dado a los niños y jóvenes, les llevaron a la agresividad y el comportamiento antisocial, de modo que el trato típico en cárceles y correccionales, en vez de corregir su comportamiento, incentivaba su conducta destructiva. Es importante señalar, además, que Lane se había formado en psicoanálisis en busca de un soporte teórico para desarrollar sus prácticas educativas, lo cual se nota en los trazos psicoanalíticos de las ideas de Neill. No obstante, la escuela de Neill era tanto para niños pequeños como adolescentes de más de 15 años.

El principio que a mi juicio es fundamental en el desarrollo del proyecto de Summerhill es el concepto mismo de educación tal y como el propio Neill lo expone:

Yo sostengo que el fin de la vida es encontrar la felicidad, lo cuál significa encontrarle interés; la educación debe ser una preparación para la vida. Nuestra cultura no ha tenido mucho éxito; nuestra educación, nuestra política y nuestra economía conducen a la guerra; nuestras medicinas no han acabado con las enfermedades; nuestra religión no ha abolido la usura y el robo (…) (Neill, p. 43).

 

Así, será una constante en el pensamiento de Neill la idea de que la educación común no inculca el amor e interés por la vida sino incluso su contrario, su odio y su desprecio, utilizando a menudo la palabra antivida para designar a un ser humano, niño o adulto, que está formado según ese patrón. Este odio y este desinterés tendrían su raíz en dos principales razones: la primera sería una mutilación de la infancia, en la medida en la que la educación de los niños está concentrada en la asimilación de saberes no sólo de los cuáles aquéllos no tienen ningún interés real, sino que a juicio de Neill embotan el desenvolvimiento de otras capacidades que el niño requiere desarrollar, teniendo como consecuencia que no haya una relación directa del niño con el saber y el descubrir, anulando así el placer que podría tener por conocer. En este sentido, el punto es que se suprime la espontaneidad con la que el niño descubre el mundo y lo habita por medio del juego. Incluso en las técnicas pedagógicas que proclaman el “aprender jugando”, Neill consideraría que hay un enmascaramiento del juego, en la medida en la que se vuelven un instrumento pedagógico (ibid., p. 45) y no la activación de la fantasía del propio niño que juega (ibid., p. 76), lo que precisamente nos deja ver que para Neill el juego ayuda a que se desarrolle esa fantasía, conectada con la creatividad infantil.

La segunda razón es la fundamental, puesto que Neill considera que es la auténtica raíz de todos los males con respecto a la educación: la relación asimétrica e impositiva, autoritaria, entre adultos y niños. Precisamente es ésta la auténtica causa de la deformación de la infancia, puesto que es la iniciativa de los adultos es la que ha constituido una enseñanza sistemática que impone sobre los niños unas visiones, comportamientos y emociones moldeadas desde su propia consideración. Pero no sólo tiene por consecuencia la formación de sistemas de educación cuyo criterio principal no es la preocupación por el desarrollo adecuado de los niños, sino que todavía más, implica que el adulto ejerce un poder dominador sobre el niño, potencialmente agresivo, pero siempre domesticador y reproductor del mismo modo de pensar y sentir del adulto:

La enseñanza en el parvulario se parece mucho a la enseñanza en la perrera; el niño azotado, como el perrito azotado, se convierte en adulto obediente, inferior. Y así como enseñamos a nuestros perros a servir a nuestros propósitos, lo mismo enseñamos a nuestros hijos (ibid., p. 106).

 

A juicio de Neill, esta asimetría juega un papel fundamental en la medida en que es extraescolar, es decir, se fomenta en primer lugar en la familia y es la raíz de que los niños formen un miedo y odio al mundo, a los adultos y, finalmente, a sí mismos.[1]

De estos principios se desprende que Summerhill fuese un proyecto que buscara como objetivo principal el desarrollo autónomo del niño:

La autonomía significa el derecho del niño a vivir libremente, sin ninguna autoridad exterior en las cosas psíquicas o somáticas. Significa que el niño se alimenta cuando tiene hambre; que adquiere costumbres de limpieza sólo cuando él quiera; que no se le riñe ni se le azota nunca; que siempre es amado y protegido (ibid., p. 110).

 

Esto no quiere decir que Summerhill fuese una escuela sin reglas, pero sí que al niño se le trataba de la misma forma que al adulto, que su poder de decisión valía tanto como el del adulto. Ello nos remite al modo como el modelo de autogobierno de la Little Commonwealth fue un pilar del desarrollo de la comunidad que se diseñó en Summerhill. Seguramente no erraríamos si caracterizáramos a Summerhill, a grandes rasgos, como una escuela donde, aunque habían clases escolares como en todas las escuelas, el objetivo principal era enseñar a ser libres. Y es que precisamente Neill afirma que ninguno de los residentes de la escuela estaba obligado a asistir a las clases que se impartían, pero que regularmente asistían a ellas, según sus intereses.[2] Lo importante en esto era, en primer lugar, dejar que todos los residentes de la escuela encontraran algo de su interés a lo cual dedicarse, fueran matemáticas geografía, escribir comedias, pintar, etc.; en segundo lugar, que los residentes aprendieran a vivir en libertad. Para esto último era mucho más importante formar parte de la asamblea general que promulgaba las reglas de comportamiento de la escuela, como el que los niños trabajaran dos horas cada semana o que se acostasen a determinada hora, etc. Neill describe que esta asamblea tenía como finalidad la experiencia misma de los niños de que su voto y sus propuestas tenían el mismo valor que el de los adultos: “después de todo, es el amplio punto de vista que los niños adquieren lo que hace tan importante al gobierno autónomo” (Ibid., p. 70), refiriéndose con ello al punto de vista de su propia capacidad de actuar en la comunidad de la escuela.

Esta apretada síntesis del carácter de Summerhill me permite señalar que el concepto fundamental que articula esta propuesta pedagógica es sin duda la de la consideración del niño y el adolescente en tanto que individuo. La educación debe tomar como fundamento que todo ser humano es un individuo y fomentar su desarrollo. Sólo así se puede desmontar la crisis civilizatoria que atraviesa la humanidad. Idea que lo asocia directamente con la filosofía rousseauniana, en la medida en la que para el filósofo suizo la educación se vuelve también un medio, si no de salvar a la humanidad sí para educar a quienes, como Emilio, “deberá poder vivir en la sociedad sin ser un hombre de la sociedad” (Starobinski, p. 325). De igual forma, Neill admite que el modelo de Summerhill no es uno que pueda esperar que adopten los sistemas educativos en un futuro, precisamente porque contraviene todos sus supuestos sobre la educación. En otras palabras, advirtió el carácter completamente marginal de su escuela.

En este sentido, si advertimos la concatenación entre esta importancia del individuo y la idea que Neill sostiene de libertad como “hacer lo que se quiere sin que invada la libertad de los demás” (Neill, p. 118), podemos delinear la problematicidad educativa centrada en los individuos que con el autogobierno deben aprender a limitarse a sí mismos con el fin de no invadir a los demás. No me parece tan accidental que Neill formule esta práctica de autogobernarse en la formación de una autonomía, en la medida en la que se busca el desarrollo de una “autodisciplina”. Y a riesgo de calificarla de una concepción básicamente kantiana, quisiera exponer brevemente que puede asimilarse conceptualmente la práctica de Summerhill en términos spinozistas. Y es que, si bien Neill habla incansablemente sobre la educación del niño como aprendizaje en libertad, poquísimas veces toca el punto de que, de modo simultáneo, una educación de ese tipo sólo es posible con un ejercicio de reeducación del adulto, que puede entenderse como una especie de reforma del comportamiento propio.[3]

En efecto, el diagnóstico de Neill sobre la catástrofe civilizatoria que adolece la sociedad moderna y contemporánea coincide con el freudismo y su idea del malestar en la cultura, así como la tesis de Adorno —inspirada a su vez en Freud— de que el sujeto constituye su identidad a partir de su identificación con el opresor: “la violencia que reprime en el acto de obedecer la canalizan aplicando sobre otros el mismo principio que los hace sufrir” (Schwarzböck, p. 17). Sólo que todas estas tesis conciben básicamente al individuo en oposición a la comunidad, desde el momento en que el individuo ha de ceder algo —o, en el caso de Freud y Adorno,  se le ha de ejercer una violencia que le obligue a renunciar algo a lo que tiende— para hacer posible la vida en sociedad.

Por el contrario, la filosofía de Spinoza postula que un individuo no es una unidad acabada, sino que se constituye y se modifica en función de las relaciones con otros individuos (Spinoza, 2005, II, L1-L7, pp.63-67; Spinoza, 1988, p. 236). Así, la transformación del individuo puede depender por completo de introducirse o salir de un entramado de relaciones. A lo que me refiero es que, en el caso de esta comprensión filosófica, la formación de la comunidad no consiste en una renuncia a algún derecho o característica del individuo, sino a su recomposición en un entramado de relaciones cuyo cuerpo denominamos civitas (ciudad) (Spinoza, 2004, III, §, p. 49). Esto significa que la libertad no es algo dado en la naturaleza humana, con lo cual refutaría la postura en este respecto particular a Rousseau, pero de igual forma, la libertad no puede considerarse simple y llanamente una acción de pura autorreflexión individual, como tiende a formular Adorno. Aunque éste último admite que el individuo es un producto histórico, tiende a contraponer precisamente los reductos de libertad —que sitúa en la conciencia que se piensa a sí misma— frente al proceso social que reproduce los mecanismos de dominación. La relación individuo-colectividad es entonces de una oposición que aspiraría a resolverse en un proceso de emancipación que permitiera que todo individuo pudiese ejercer esa reflexión sobre sí mismo, dado que la posibilidad de ejercer esta libertad varía según el momento histórico. Y según este modelo, la libertad en ese sentido consiste en que la autorreflexión permite al individuo resistir a las dinámicas de reproducción de la dominación: “La única fuerza verdadera contra el principio de Auschwitz sería la autonomía, si se me permite emplear la expresión kantiana; la fuerza de la reflexión, de la autodeterminación, del no entrar en el juego del otro” (Adorno, 2003, p. 84).

Aunque pareciera que no se le hace justicia a la complejidad de la tesis de Adorno, lo que interesa aquí es resaltar el hecho de que para Spinoza la libertad no está en contradicción con la formación de la vida social, más bien está en íntima y estrecha relación con el proceso político de composición y recomposición de relaciones de poder existente entre los individuos que viven bajo un gobierno común, que Marilena Chaui (p. 129) señala como el principio geométrico de la distribución proporcional del poder. En la medida en la que la sociedad es una prolongación de la naturaleza y no su negación, se entiende que el proceso de emancipación no es el de reconciliación dialéctica sino el de recomposición distributiva del poder que constituye una comunidad. De ahí que el modelo de la escuela de Neill implique precisamente una recomposición de las relaciones entre el niño y los adultos que no tiene qué ver con la verticalidad tradicional. Esta es la importancia, además, de prácticas como la asamblea general, en la que el niño se da cuenta de su propio poder ejerciéndolo. Esto también aplica a la reconstitución que exige Neill en la vida en la familia, cómo esta verticalidad entre adultos y niños tiene que ser desmontada, al hablar de la necesidad del niño de ser reconocido y aceptado, indica:

Pero se presenta la siguiente cuestión: ¿Es posible aprobar a los niños si uno no se aprueba a sí mismo? Si uno no se conoce a sí mismo, no puede aprobarse. En otras palabras, cuánto más consciente sea uno de sí mismo y de sus móviles, es más probable que se apruebe a sí mismo (Neill, p. 121).

 

Este acto de conocimiento de sí nos lleva precisamente a la relevancia de la ética spinozista, que el filósofo nos caracteriza como “una medicina del alma”, en la medida que constituye un modo de acrecentar el poder de pensar del alma al tiempo que anula el poder que ejercían sobre ella los afectos tristes. Es una vía en la que se relaciona fuertemente un programa de educación para los niños con una práctica ética de los maestros. De modo que, para un proyecto como Summerhill, no sólo hace falta un nuevo programa de praxis educativa, sino también una formación nueva de maestros. Y esto es fundamental para que la presión afectiva ejercida en el proceso educativo, al desaparecer, no prolongue la deformación del niño o joven.

Ahora bien, si estamos de acuerdo en que esta recomposición de la relación entre el niño y el adulto implica liberar a los niños del miedo que de ordinario les atormenta por un ejercicio de crueldad adulta, es preciso además que nos concentremos en el otro lado de la construcción conceptual. Ya hemos dicho que Neill formula su oposición a que la educación forme niños obedientes, es claro que la obediencia se formula como un opuesto a la libertad. No obstante, esto nos lleva a formular una problemática. La educación era definida por Durkheim como un proceso de diferenciación homogeneizada, es decir, diferenciación en cuanto que se veía implicada en la división de trabajo, pero implicando homogeneización en la medida en la que formaría una identidad social, principio de cohesión (p. 97). Desde esa perspectiva, la educación es una función por medio de la cual la sociedad garantiza su supervivencia y, por ende, el estado no puede desentenderse de ella (p. 105). Estamos ante un modelo en el que la educación administrada escolarmente se hizo una función del estado con fines culturales (homogeneidad) y económicos (diversificación).

En contraste, hemos visto que para Spinoza hay una discrepancia entre el desarrollo de las ciencias y la promoción estatal de las instituciones encargadas de ello. Esto parece estar en relación estrecha con el vínculo existente en la vida civil entre libertad y obediencia. Spinoza nos indica que todos los individuos de un estado pueden ser considerados tanto ciudadanos, en cuanto gozan de ciertos derechos, como súbditos, en cuanto están obligados a obedecer las leyes (Spinoza, 2004, III, § 1, p. 49). A continuación, aclara que el poder del soberano en un estado está definido por el poder de la multitud en cuanto que todos los individuos son guiados como por un mismo pensamiento, lo que sería impensable si la ciudad misma no tendiera al fin que enseña la razón de buscar la paz. De este modo, “cuanto más vive un hombre guiado por la razón, tanto más libre es, y más consecuentemente cumplirá con las leyes de la ciudad y se adaptará a las prescripciones del soberano del que es súbdito” (ibid., III, § 6, p. 51). ¿Podríamos decir que está haciendo una equivalencia entre obediencia y libertad? En modo alguno, sólo señala que quien es libre tiende a obedecer, pero en este caso no movido por un temor (como en el caso de quién no percibe la conveniencia de la asociación civil) sino por un “afecto” (amant) hacia el estado. Esto apunta a la diferencia natural de los seres humanos: mientras que para Durkheim, Rousseau y Neill los hombres son iguales por naturaleza, para Spinoza lo que produce su igualdad es la asociación civil, por la redistribución de poder que implica propiamente un estado. Spinoza tiene en mente siempre que esta igualdad sólo se da con respecto a la ley que administra una comunidad, pero que en otros rubros la desigualdad se mantiene: “las acciones que nadie puede ser incitado a realizar ni con promesas ni con amenazas, están fuera de los carriles de la ciudad” (ibid., III, § 8, p. 52), por ejemplo, nadie puede obligar mediante promesas o amenazas a alguien a cambiar lo que según su juicio, pensamiento o sentimiento percibe.

De este modo, la instrucción que busque el desarrollo del espíritu no puede admitir la tutela del poder soberano en la medida en la que ello implicaría aceptar que se puede legislar sobre aquello que escapa precisamente a este principio. Ello nos remitiría al problema capital del Tratado Teológico-Político, que consistía en que la teología buscaba legislar sobre los pensamientos o doctrinas religiosas que los individuos debían tener, cuando ello mismo implicaba un mal para el funcionamiento adecuado del estado. En este sentido, la homogeneidad que en Durkheim es la construcción de una identidad colectiva a la que el individuo se integraría, en Spinoza sólo se puede comprender como la participación de un pensamiento que tiende a un modo de vida en la paz.

Ahora bien, aquí me parece que cuando Neill se refiere a la negativa a formar niños obedientes, podría estar en consonancia con la tendencia spinozista a desarrollar la adopción de una vida según la guía de la razón, es decir, de la libertad. Pero es interesante advertir la diferencia fundamental entre pensar que al educar va a haber un punto en el que el niño debe comprender que el límite de realización del deseo personal es el daño o la violencia ejercida hacia el otro y la asunción de que se puede coincidir en un deseo que los individuos pueden compartir y es que en este último caso Spinoza se esfuerza en mostrar cómo es que el poder de realización de este deseo crece en la medida en la que más individuos lo comparten.

En este sentido, ya hemos mostrado cómo Neill considera que la marginalidad de su proyecto no produciría una revolución en la sociedad, en el sentido de que el mayor estorbo es el sistema educativo existente y administrado por el estado, así como la concepción autoritaria respecto de los niños y jóvenes. Otros proyectos de educación libertaria, en cambio —como el de Ferrer y la Escuela Moderna o los proyectos anarquistas inspirados en Bakunin, y la iniciativa de Kropotkin con el Comité pro-enseñanza— tenían por objetivo la producción de una revolución social por medio de la preparación de las mentes para el cambio social, con su correspondiente abolición del estado (Giacomoni, pp. 87 y ss). Pero al parecer este fin último, tan lejano de las intenciones políticas de Spinoza, se podría remitir al hecho de que la educación moderna después de la formación de los sistemas educativos estatales procedió a realizar una regulación sobre las ideas de quienes acudían a sus instituciones, burocratizando los modos en que estas ideas se comunicaban y las prácticas de adquisición de dichas ideas impedían la verdadera asimilación y captación del poder de dichos conocimientos. ¿Podemos pensar que la educación puede cambiar las situaciones de la sociedad contemporánea y lograr una democratización definitiva? me parece que, si la respuesta fuese afirmativa, ello implicaría remontarnos a una educación independiente de la regulación del estado; pero ¿qué quiere decir esto? no el hecho de renunciar a la educación pública, pero sí implicaría alejar a la educación de las exigencias del estado: puesto que, como ya lo veía Durkheim, el sistema educativo es un aparato estatal de división de trabajo, es un organismo indispensable para su subsistencia y su participación de la economía globalizada. Bajo la perspectiva de Neill, habría que conformarse con educar a unos cuantos para la autonomía y la autosuficiencia, pero para el spinozismo, me parece, la educación no deberá pensarse sin la praxis política (¿o podría ser parte constitutiva de la praxis política?), puesto que el metabolismo político se define por el reacomodo de proporción de poderes y hemos visto un modelo en el que la educación puede suponer uno de estos reacomodos.

Podría parecer contradictoria esta última sugerencia, en tanto que hemos recalcado la necesidad de pensar y practicar la educación alejada de las demandas del sistema estatal, mientras que introducir a la praxis educativa en la praxis política parecería introducirla a la cuestión de la legislación, que es el modo en el que propiamente Spinoza concibe la redistribución de poderes. Lo que aquí me gustaría formular es que podríamos pensar en otros modos de redistribuir el poder dentro de una comunidad que no tenga un revestimiento legal y, al parecer, la educación podría ser un ejemplo de cómo funcionaría una práctica concreta de redistribución de poder. Claro que hablamos de la educación libertaria en este modelo de autogobierno, en la medida en la que la meta de este modelo es liberar a los educandos de las coacciones que los sistemas educativos exigen de ellos para los fines de la economía.

Daniel Maldonado Juárez

 

NOTAS

[1] El propio Neill considera que esta asimetría misma toca el fondo mismo de los males de la civilización: “La civilización está enferma y es desgraciada, y yo sostengo que la raíz de todo ello es una familia sin libertad. Desvirtúan a los niños todas las fuerzas de la reacción y del odio, las desvirtúan desde la cuna (…) La tragedia está en que el hombre que mantiene a su familia en cautiverio es, y debe ser, esclavo él mismo, porque en una cárcel está encarcelado también el carcelero. La esclavitud del hombre es la esclavitud para odiar: reprime a su familia, y al hacerlo reprime su propia vida” (Neill, p. 108).

[2] Claro que esto siempre variaba en función de cada uno de ellos. Es decir, a veces los niños no sabían cómo manejar la libertad de elección sobre la asistencia y se pasaban un tiempo determinado que oscilaba entre unas semanas y un par de años, sin hacer nada. Neill cree que aún en el caso de los dos años que tardaron alguno de sus alumnos en reaccionar a esta potestad, lo fundamental que se perseguía se cumplió, puesto que el aprendizaje de qué hacer con la ausencia de restricciones fue real.

[3] Quizá esta no es la mejor expresión en tanto que parece una trivialidad la idea misma de reformar el comportamiento como si apeláramos a una buena voluntad, no obstante, con ella quiero indicar simplemente que hay una mutación del comportamiento en el adulto, cuya causa no es precisamente una simple disposición voluntaria, como lo manifiestan los escasos datos que Neill ofrece sobre maestros que no pudieron soportar las exigencias del trato con los niños.

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